Se sucedían las inacabables curvas entre jirones de niebla. El termómetro del
coche anunciaba con una luz amarilla que la temperatura exterior era de 2º C. Me
encontraba cansado y con un terrible dolor de espalda, concentrado en el trapecio
izquierdo, llevaba horas al volante y no sabía qué posición tomar para
acomodarme mejor. Era media tarde y estaba oscureciendo. Resoplé y pude
entrever al fin mi destino, abajo en el valle.
Había llamado por teléfono la víspera a Mercedes, la inquieta vecina que a toda
hora estaba inmersa en sus pensamientos profundos acerca de la vida que le
había tocado vivir. En un principio me dijo que sí, que podría acercarse a casa,
encender la caldera e incluso colocar algunos víveres en la nevera. Esta misma
mañana recibí un mensaje en mi teléfono móvil en el que se excusaba con alguna
vaga obligación familiar.
“¡Joder con la tía esta!” exclamé, mientras repasaba mentalmente las alternativas.
En ese momento, me vino a la mente la estampa de Charo. Una mujer grandota,
vestida invariablemente con camiseta y vaqueros, en su versión pirata en verano
y larga en invierno, a pesar del clima riguroso que recomienda prendas de lana o
al menos una pana gruesa en esta época del año. Rebusqué con cierta
desesperación en la agenda de mi teléfono. Llamé y le expliqué mi premura en
que por favor buscara la llave “de emergencia” en la maceta donde la guardo,
abriera la casa y al menos encendiera la calefacción para poder dormir calentito.
Se rió al usar esa expresión y noté una nota pícara en su comentario.
Aparqué delante de la porchada y sin bajar el equipaje, ví luz en casa. Entré,
llamé y Charo apareció ante mí, con su atuendo habitual, quitándose de la cara su
flequillo a la vez que se ajustaba sus gafas sobre su naricilla. Pizpireta, me saludó
como si fuera un niño pequeño, me besó ambas mejillas y me abrazó, de manera
que su generoso pecho se expandió sobre el mío. O eran imaginaciones mías, o
su contoneo de caderas se hacía evidente mientras parloteaba a mi alrededor
comentando anécdotas de la vida social del pueblecito. Charo había puesto la
calefacción hacía horas, a la máxima potencia y me despojé de mis prendas de
abrigo hasta quedarme en mangas de camisa, mientras ella mostraba sus
poderosos brazos y su pecho comprimidos en una sencilla camiseta blanca.
Entonces me bombardeó a preguntas que yo contestaba con monosílabos,
expliqué que tenía un hombro dolorido e inmediatamente se ofreció a una cura de
emergencia. Afortunadamente llevaba conmigo una pomada muy eficaz en estos
casos de contracturas.
Por un momento, dudé entre aceptar su ofrecimiento o aguantarme con el dolor,
apenas tenía confianza con Charo, pero ella insistía con vehemencia y agradecido
por su buena intención, me avine a sus instrucciones: quítate la camisa, siéntate
ahí, etc. Ella misma buscó en mi equipaje la bolsa de aseo. En ese momento caí
en la cuenta que llevaba un montón de condones en el compartimento donde
guardo el antiinflamatorio, obviamente sería víctima de los cotilleos en el pueblo
sobre mi activa vida sexual. “De perdidos al río, me dije” cuando Charo llegaba
con la crema en la mano impartiendo instrucciones de nuevo.
Noté un alivio inmediato y para mi sorpresa, era muy hábil con el masaje. Ella lo
notó y presumía sobre su buen hacer. Derrotado, le dí la razón y esperaba que
con la conversación lo prolongase un buen rato.
Cuando la contractura cedía, llevó la exploración del masaje ya no terapéutico,
sino sensual y relajante a otras partes. Le dejé hacer. Paró un instante, oí unos
movimientos tenues y me dijo que no me volviera. Ahora me envolvía con sus
brazos y sus pechos desnudos me acariciaban la espalda. Quise girarme y
hablarle, pero ella me acariciaba el cabello y me dijo que todo estaba bien.
En ese mismo instante oí que la puerta se abría violentamente y la menuda figura
de Mercedes irrumpió con una pila de paquetes de comida. “¿¿Pero, qué coño es
esto??” gritó, mientras nosotros dos la mirábamos sin saber qué decir. Charo se
separó de mi espalda y entonces pude contemplar el esplendor de sus enormes
tetas. La situación estaba en un impasse donde ninguno de los tres sabíamos
cómo reaccionar. Finalmente Mercedes abrumada por el peso de lo que
acarreaba, desparramó los paquetes sobre la mesa, se quitó toda la ropa
despacio, y mirándonos, se quedó en ropa interior. “Y ahora, ¿qué os parece?”
Era una situación tan extraña que me pareció irreal, pero me levanté y con voz
dulce, pero firme, les pedí que se desnudaran totalmente. Nos desplazamos a la
parte central del salón y aparté la mesa de centro, para que nos acomodáramos
en los amplios sofás de piel. Yo mismo me descalcé y me quité los pantalones.
Vi a las dos mujeres desnudas observándose, midiéndose, una pecho grande y
desparramado, una vez liberado del sujetador, la otra pequeño y firme, inmóvil
sobre un vientre liso. Una un trasero rotundo y orondo, el otro, más propio de
una niña adolescente. Ambos pubis recortados con esmero, presumí que iban a la
misma “estilista”.
Me dirigí a Charo y la contemplé, la acaricié, la besé. Mientras Mercedes se
arrodillaba ante mí y liberando mi polla de su celda textil, la besó y poco a poco,
se la introdujo prácticamente entera en su boca. Era una nueva sensación para
mí, pues nunca había recibido una mamada profunda como aquella. Cuando retiré
mi polla, Mercedes babeaba.
En ese momento, se me ocurrió una escultura humana que me hizo sentir una
nueva erección extrema. Charo se tumbó sobre su espalda. Mercedes tenía
acceso al coño de su vecina mientras su culo estaba elevado y yo lo exploraba
con mi lengua y al arrodillarme, coloqué mi polla al alcance de Charo. Estuvimos
un rato lamiéndonos. Un rato después y casi acalambrados por mantener la
posición, follamos por turnos. Me vacié, dentro y sobre ellas. Ellas se procuraron
placer explorándose, y acabamos los tres sobre la alfombra, empapados de sudor
y de los flujos de los tres. Ahora ¡adoro el pueblo!
Florián Noviembre 2011
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