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3 nov 2011

Las vecinas


Se  sucedían  las  inacabables  curvas  entre  jirones  de  niebla.  El  termómetro  del
coche anunciaba con una luz amarilla que la temperatura exterior era de 2º C. Me
encontraba cansado y con un terrible dolor de espalda, concentrado en el trapecio
izquierdo,  llevaba  horas  al  volante  y  no  sabía  qué  posición  tomar  para
acomodarme  mejor.  Era  media  tarde  y  estaba  oscureciendo.  Resoplé  y  pude
entrever al fin mi destino, abajo en el valle.

Había llamado por teléfono la víspera a Mercedes, la inquieta vecina que a toda
hora  estaba  inmersa  en  sus  pensamientos  profundos  acerca  de  la  vida  que  le
había tocado vivir. En un principio me dijo que sí, que podría acercarse a casa,
encender la caldera e incluso colocar algunos víveres en la nevera. Esta misma
mañana recibí un mensaje en mi teléfono móvil en el que se excusaba con alguna
vaga obligación familiar.

“¡Joder con la tía esta!” exclamé, mientras repasaba mentalmente las alternativas.
En ese momento, me vino a la mente la estampa de Charo. Una mujer grandota,
vestida invariablemente con camiseta y vaqueros, en su versión pirata en verano
y larga en invierno, a pesar del clima riguroso que recomienda prendas de lana o
al  menos  una  pana  gruesa  en  esta  época  del  año.  Rebusqué  con  cierta
desesperación en la agenda de mi teléfono. Llamé y le expliqué mi premura en
que  por  favor  buscara  la  llave  “de emergencia”  en  la  maceta  donde  la  guardo,
abriera la casa y al menos encendiera la calefacción para poder dormir calentito.
Se rió al usar esa expresión y noté una nota pícara en su comentario.

Aparqué  delante  de  la  porchada  y  sin  bajar  el  equipaje,  ví  luz  en  casa.  Entré,
llamé y Charo apareció ante mí, con su atuendo habitual, quitándose de la cara su
flequillo a la vez que se ajustaba sus gafas sobre su naricilla. Pizpireta, me saludó
como si fuera un niño pequeño, me besó ambas mejillas y me abrazó, de manera
que su generoso pecho se expandió sobre el mío. O eran imaginaciones mías, o
su  contoneo  de  caderas  se  hacía  evidente  mientras  parloteaba  a  mi  alrededor
comentando  anécdotas  de  la  vida  social  del  pueblecito.  Charo  había  puesto  la
calefacción hacía horas, a la máxima potencia y me despojé de mis prendas de
abrigo  hasta  quedarme  en  mangas  de  camisa,  mientras  ella  mostraba  sus
poderosos  brazos  y  su  pecho  comprimidos  en  una  sencilla  camiseta  blanca.
Entonces  me  bombardeó  a  preguntas  que  yo  contestaba  con  monosílabos,
expliqué que tenía un hombro dolorido e inmediatamente se ofreció a una cura de
emergencia. Afortunadamente llevaba conmigo una pomada muy eficaz en estos
casos de contracturas.

Por un momento, dudé entre aceptar su ofrecimiento o aguantarme con el dolor,
apenas tenía confianza con Charo, pero ella insistía con vehemencia y agradecido
por su buena intención, me avine a sus instrucciones: quítate la camisa, siéntate
ahí, etc. Ella misma buscó en mi equipaje la bolsa de aseo. En ese momento caí
en  la  cuenta  que  llevaba  un  montón  de  condones  en  el  compartimento  donde
guardo el antiinflamatorio, obviamente sería víctima de los cotilleos en el pueblo
sobre mi activa vida sexual. “De perdidos al río, me dije” cuando Charo llegaba
con la crema en la mano impartiendo instrucciones de nuevo.
 Noté un alivio inmediato y para mi sorpresa, era muy hábil con el masaje. Ella lo
notó y presumía sobre su buen hacer. Derrotado, le dí la razón y esperaba que
con la conversación lo prolongase un buen rato.

Cuando  la  contractura  cedía,  llevó  la  exploración  del  masaje  ya  no  terapéutico,
sino sensual y relajante a otras partes. Le dejé hacer. Paró un instante, oí unos
movimientos  tenues y  me  dijo  que  no  me  volviera.  Ahora  me  envolvía  con  sus
brazos  y  sus  pechos  desnudos  me  acariciaban  la  espalda.  Quise  girarme  y
hablarle, pero ella me acariciaba el cabello y me dijo que todo estaba bien.

En ese mismo instante oí que la puerta se abría violentamente y la menuda figura
de Mercedes irrumpió con una pila de paquetes de comida. “¿¿Pero, qué coño es
esto??” gritó, mientras nosotros dos la mirábamos sin saber qué decir. Charo se
separó de mi espalda y entonces pude contemplar el esplendor de sus enormes
tetas.  La  situación  estaba  en  un  impasse  donde  ninguno  de  los  tres  sabíamos
cómo  reaccionar.  Finalmente  Mercedes  abrumada  por  el  peso  de  lo  que
acarreaba,  desparramó  los  paquetes  sobre  la  mesa,  se  quitó  toda  la  ropa
despacio, y mirándonos, se quedó en ropa interior. “Y ahora, ¿qué os parece?”

Era una situación tan extraña que me pareció irreal, pero me levanté y con voz
dulce, pero firme, les pedí que se desnudaran totalmente. Nos desplazamos a la
parte central del salón y aparté la mesa de centro, para que nos acomodáramos
en los amplios sofás de piel. Yo mismo me descalcé y me quité los pantalones.

Vi  a  las  dos  mujeres desnudas  observándose,  midiéndose,  una  pecho  grande  y
desparramado, una vez liberado del sujetador, la otra pequeño y firme, inmóvil
sobre un vientre liso. Una un trasero rotundo y orondo, el otro, más propio de
una niña adolescente. Ambos pubis recortados con esmero, presumí que iban a la
misma “estilista”.

Me  dirigí  a  Charo  y  la  contemplé,  la  acaricié,  la  besé.  Mientras  Mercedes  se
arrodillaba ante mí y liberando mi polla de su celda textil, la besó y poco a poco,
se la introdujo prácticamente entera en su boca. Era una nueva sensación para
mí, pues nunca había recibido una mamada profunda como aquella. Cuando retiré
mi polla, Mercedes babeaba.

En ese momento, se me ocurrió una escultura humana que me hizo sentir una
nueva  erección  extrema.  Charo  se  tumbó  sobre  su  espalda.  Mercedes  tenía
acceso al coño de su vecina mientras su culo estaba elevado y yo lo exploraba
con mi lengua y al arrodillarme, coloqué mi polla al alcance de Charo. Estuvimos
un  rato  lamiéndonos.  Un  rato  después  y  casi  acalambrados  por  mantener  la
posición, follamos por turnos. Me vacié, dentro y sobre ellas. Ellas se procuraron
placer explorándose, y acabamos los tres sobre la alfombra, empapados de sudor
y de los flujos de los tres. Ahora ¡adoro el pueblo!


Florián         Noviembre 2011



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