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16 nov 2011

Paris



La sombra de su contorno se desdibujaba contra la cortina ondulante. Fijé la vista
sobre  el  cuerpo  tibio  y  todavía  con  respiración  agitada.  Una  cadera  levemente
girada sobresalía  de su costado y mostraba un ombligo  perfecto  y un monte de
Venus que remontaba levemente antes de la depresión velluda y oscura que ceñía
sus firmes muslos.

Sus ojos estaban cerrados, más bien, dejados caer con suavidad y su rostro, de
mejillas arreboladas, mostraba una ligerísima mueca de satisfacción y confort. Los
pechos subían y bajaban acompasadamente, apenas rozando las sábanas.

Me levanté despacio, dejándola allí como una estatua renacentista, admirado por
su belleza y cabeceando. Me asomé al salón y pude entrever que fuera el día era
gris y amenazaba lluvia. No esperaba otra cosa del París otoñal.

Mientras me enjabonaba y su olor floral era sustituido por el impersonal aroma “a
limpio” del gel de baño, veían a mi mente los momentos tan intensos que acababa
de  compartir  con  Inés.  Me  sorprendió  que  accediera  finalmente  a  una  de  mis
múltiples invitaciones, siempre de la manera más cordial, con la vana esperanza de
compartir con ella algo más que unas migajas de conversación en el café junto a
su trabajo, en el Boulevard Saint Germain, casi en la esquina de la Rue Mabillon.

Inés  se  relacionaba  poco  con  los  numerosos  españoles  residentes  en  París.  Le
encantaba pasear por el Quai Malaquais, mirar y recrearse en los puestos de los
bouquinistes,  que  ofrecen  libros,  revistas  y  postales  de  época  y  los  inevitables
reclamos turísticos. Caminaba hasta el Pont Saint Michelle y bajaba entonces hasta
la misma orilla del río, ahora tapizado de hojas amarillas.

Salí del baño, convertido ahora en un baño turco saturado de vapor y me vestí con
ropa limpia. Inés abrió sus ojos almendrados y enarcando sus cejas, me dirigió un
par de besos lanzados al aire, junto a un apelativo más propio de ser dirigido a un
niño pequeño o a alguno de los peluches que invadían su cama que al hombre que
la  había  hecho  gemir  hasta  enrojecer  su  rostro  y  pellizcarme  dejando  mi  pecho
amoratado y dolorido.

La saludé con un “Bonjour, Madame”, acaricié su pelo negro, “como ala de cuervo”
le dije poéticamente y le indiqué con un gesto que bajaba a por un desayuno a
base de croissants de mantequilla, pain au chocolat y otras delicias hipercalóricas.

Un  viento  frío  que  atravesaba  todo  el  Jardin  des  Plantes  adyacente  a  mi
apartamento me cortó la cara en cuanto salí del portal. Como si se pudiera leer en
mi  cara  que  acababa  de  tener  una  sesión  de  sexo  delicioso,  una  vecina  que
entraba en ese momento me miró y sonrió para si misma, saludándome con un
tono entre pícaro y recriminador.

Me pregunté hasta qué punto consideraría esa mujer en la mitad de la cincuentona
pero  con  un  obvio  atractivo  aceptar  en  su  cama  a  un  hombre  como  yo,  un
auténtico  calavera,  devorador  sin  conmiseración  de  numerosas  mujeres  que
raramente volvían a mi lecho, como si compitiera contra mí mismo para alcanzar el
mayor número posible y penalizase repetir.
Orgulloso y envalentonado por mi aparente aspecto de triunfador sexual, mantuve
la  mirada  de  la  dependienta  de  la  panadería,  mientras  recogía  el  pedido  y  le
entregaba  el  dinero,  ella  se  sonrojó  y  una  amplia  sonrisa  se  dibujó  en  su  cara
redonda. Sonreí abiertamente y le deseé un buen día.

Empezaba una fina lluvia y aceleré el paso, cruzando la avenida casi a la carrera a
la vez que sorteaba el tráfico y de un salto, evité un charco y una vez a salvo en la
acera, marqué el código del portal y entré, ya guarecido de la lluvia que arreciaba.

De  nuevo  en  mi  apartamento  un  delicioso  olor  a  café  me  guió  hasta  el  salón,
equipado con una de esas modernas cocina-office que no era más que una escusa
para ahorrar tabiques y m2.

Miré  complacido  que  Inés  no  se  había  vestido  y    se  arropaba  con  uno  de  mis
albornoces (el más mullido) que había encontrado en el armario. Me incliné sobre
ella, de nuevo su delicioso olor me inundó, la besé en su mejilla, besé sus labios,
mi mano se deslizó sin resistencia entre la ropa y su pecho y dejamos enfriar el
café  mientras  volvíamos  a  la  cama  deshecha  y  desnudos  ambos  de  nuevo,  nos
entrelazamos  en  un  abrazo  alternando  besos,  caricias.  Inés  mordió  mi  labio,  la
reprendí y la tendí sobre su espalda, besé su ombligo y deslicé mi rostro hacia su
sexo.

Me  miraba  expectante  y  besé  su  pubis,  despacio  y  repetidamente,  mientras  mis
dedos   acariciaban   en   contorno   de   sus   labios   vaginales.   Se   abrió   casi
instantáneamente  y  me  rogó  que  entrara  en  ella.  Antes  de  eso,  quise  rozar  la
punta  de  mi  lengua  por  su  clítoris  y  se  crispó  como  si  hubiera  recibido  una
descarga eléctrica.

Ahora  su  mirada  me  urgía  y  la  complací.  Lentamente,  pero  hasta  que  nuestros
muslos  se  juntaron,  ejecutando  un  acoplamiento  digno  de  la  estación  espacial
internacional. Un rugido bajo me indicó que había llegado adonde quería ir, así que
reculé  y  embestí  de  nuevo,  otro  sonido  gutural  me  apremiaba  a  seguir
aumentando el ritmo.

Nuestros cuerpos se movían acompasadamente, como una biela en un motor de
dos tiempos. Inés aceleró y se dejó ir, por mi parte la abracé y me derramé en su
interior, apoyando mi pecho sobre el suyo, sintiendo cómo temblaba su cuerpo y
su rostro mostraba un momento extremo de placer, “la petite mort” como llaman
los franceses al clímax sexual.

Me quedé mirando al techo mientras recobraba el aliento, Inés apoyó su barbilla
en  mi  pecho  y  me  miró,  interrogándome,  sin  decirme  nada.  Leí  en  sus  ojos  su
inquietud  “voy  a  ser  una  más,  ¿no  es  así?”  cerré  los  ojos  y  un  sentimiento  de
debilidad y desesperación me inundó. Me abatía entre dudas más fuertes que mis
convicciones de hombre sin compromisos. Me incorporé, sujeté su cabecita entre
mis manos y deposité un beso sobre sus labios. No contestar fue una cobardía por
mi parte, pero soy un cabrón con pintas, y ejerzo de ello.

Florián
Noviembre 2011

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