La sombra de su contorno se desdibujaba contra la cortina ondulante. Fijé la vista
sobre el cuerpo tibio y todavía con respiración agitada. Una cadera levemente
girada sobresalía de su costado y mostraba un ombligo perfecto y un monte de
Venus que remontaba levemente antes de la depresión velluda y oscura que ceñía
sus firmes muslos.
Sus ojos estaban cerrados, más bien, dejados caer con suavidad y su rostro, de
mejillas arreboladas, mostraba una ligerísima mueca de satisfacción y confort. Los
pechos subían y bajaban acompasadamente, apenas rozando las sábanas.
Me levanté despacio, dejándola allí como una estatua renacentista, admirado por
su belleza y cabeceando. Me asomé al salón y pude entrever que fuera el día era
gris y amenazaba lluvia. No esperaba otra cosa del París otoñal.
Mientras me enjabonaba y su olor floral era sustituido por el impersonal aroma “a
limpio” del gel de baño, veían a mi mente los momentos tan intensos que acababa
de compartir con Inés. Me sorprendió que accediera finalmente a una de mis
múltiples invitaciones, siempre de la manera más cordial, con la vana esperanza de
compartir con ella algo más que unas migajas de conversación en el café junto a
su trabajo, en el Boulevard Saint Germain, casi en la esquina de la Rue Mabillon.
Inés se relacionaba poco con los numerosos españoles residentes en París. Le
encantaba pasear por el Quai Malaquais, mirar y recrearse en los puestos de los
bouquinistes, que ofrecen libros, revistas y postales de época y los inevitables
reclamos turísticos. Caminaba hasta el Pont Saint Michelle y bajaba entonces hasta
la misma orilla del río, ahora tapizado de hojas amarillas.
Salí del baño, convertido ahora en un baño turco saturado de vapor y me vestí con
ropa limpia. Inés abrió sus ojos almendrados y enarcando sus cejas, me dirigió un
par de besos lanzados al aire, junto a un apelativo más propio de ser dirigido a un
niño pequeño o a alguno de los peluches que invadían su cama que al hombre que
la había hecho gemir hasta enrojecer su rostro y pellizcarme dejando mi pecho
amoratado y dolorido.
La saludé con un “Bonjour, Madame”, acaricié su pelo negro, “como ala de cuervo”
le dije poéticamente y le indiqué con un gesto que bajaba a por un desayuno a
base de croissants de mantequilla, pain au chocolat y otras delicias hipercalóricas.
Un viento frío que atravesaba todo el Jardin des Plantes adyacente a mi
apartamento me cortó la cara en cuanto salí del portal. Como si se pudiera leer en
mi cara que acababa de tener una sesión de sexo delicioso, una vecina que
entraba en ese momento me miró y sonrió para si misma, saludándome con un
tono entre pícaro y recriminador.
Me pregunté hasta qué punto consideraría esa mujer en la mitad de la cincuentona
pero con un obvio atractivo aceptar en su cama a un hombre como yo, un
auténtico calavera, devorador sin conmiseración de numerosas mujeres que
raramente volvían a mi lecho, como si compitiera contra mí mismo para alcanzar el
mayor número posible y penalizase repetir.
Orgulloso y envalentonado por mi aparente aspecto de triunfador sexual, mantuve
la mirada de la dependienta de la panadería, mientras recogía el pedido y le
entregaba el dinero, ella se sonrojó y una amplia sonrisa se dibujó en su cara
redonda. Sonreí abiertamente y le deseé un buen día.
Empezaba una fina lluvia y aceleré el paso, cruzando la avenida casi a la carrera a
la vez que sorteaba el tráfico y de un salto, evité un charco y una vez a salvo en la
acera, marqué el código del portal y entré, ya guarecido de la lluvia que arreciaba.
De nuevo en mi apartamento un delicioso olor a café me guió hasta el salón,
equipado con una de esas modernas cocina-office que no era más que una escusa
para ahorrar tabiques y m2.
Miré complacido que Inés no se había vestido y se arropaba con uno de mis
albornoces (el más mullido) que había encontrado en el armario. Me incliné sobre
ella, de nuevo su delicioso olor me inundó, la besé en su mejilla, besé sus labios,
mi mano se deslizó sin resistencia entre la ropa y su pecho y dejamos enfriar el
café mientras volvíamos a la cama deshecha y desnudos ambos de nuevo, nos
entrelazamos en un abrazo alternando besos, caricias. Inés mordió mi labio, la
reprendí y la tendí sobre su espalda, besé su ombligo y deslicé mi rostro hacia su
sexo.
Me miraba expectante y besé su pubis, despacio y repetidamente, mientras mis
dedos acariciaban en contorno de sus labios vaginales. Se abrió casi
instantáneamente y me rogó que entrara en ella. Antes de eso, quise rozar la
punta de mi lengua por su clítoris y se crispó como si hubiera recibido una
descarga eléctrica.
Ahora su mirada me urgía y la complací. Lentamente, pero hasta que nuestros
muslos se juntaron, ejecutando un acoplamiento digno de la estación espacial
internacional. Un rugido bajo me indicó que había llegado adonde quería ir, así que
reculé y embestí de nuevo, otro sonido gutural me apremiaba a seguir
aumentando el ritmo.
Nuestros cuerpos se movían acompasadamente, como una biela en un motor de
dos tiempos. Inés aceleró y se dejó ir, por mi parte la abracé y me derramé en su
interior, apoyando mi pecho sobre el suyo, sintiendo cómo temblaba su cuerpo y
su rostro mostraba un momento extremo de placer, “la petite mort” como llaman
los franceses al clímax sexual.
Me quedé mirando al techo mientras recobraba el aliento, Inés apoyó su barbilla
en mi pecho y me miró, interrogándome, sin decirme nada. Leí en sus ojos su
inquietud “voy a ser una más, ¿no es así?” cerré los ojos y un sentimiento de
debilidad y desesperación me inundó. Me abatía entre dudas más fuertes que mis
convicciones de hombre sin compromisos. Me incorporé, sujeté su cabecita entre
mis manos y deposité un beso sobre sus labios. No contestar fue una cobardía por
mi parte, pero soy un cabrón con pintas, y ejerzo de ello.
Florián
Noviembre 2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario