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24 ago 2011

El cruce de miradas


Se cruzaron las miradas y ambos las sostuvieron, primero frunciendo el ceño e inmediatamente,
esbozando  una  sonrisa.  En  el  caso  de  ella,  apenas  visible,  él  abierta  y  amable,  arrebatadora
pensó fugazmente ella.

Inés se retocó la melena, coqueta y se subió las gafas de sol distraídamente. En ese instante su
pecho se hizo más turgente y dos pequeños y firmes puntos se hicieron visibles a través de la
leve blusa. Ximo titubeó un instante, su seguridad en sí mismo estaba siendo derribada por ese
flanco tan débil suyo: la mirada de esa mujer le atravesó y llegó a trastabillar, casi a caerse de
bruces. Sus reflejos le permitieron asirse al respaldo de la silla y afianzar su posición como un
vigía  en  su  atalaya.  Respiró  hondo,  su  espalda  se  ensanchó,  y  miró  de  nuevo  hacia  aquella
mujer que le atraía como un imán.

En un espacio-tiempo  que adquirió la densidad de una crema de verduras y que en realidad
duró un brevísimo instante, se sintieron inmediatamente golpeados por una ola de calor tórrido,
sensación  de  deseo  y  atracción  sexual  de  una  tensión  como  para  alimentar  una  fundición
siderúrgica.  Echaron  a  andar  el  uno  hacia  el  otro, despacio,  sonriéndose  abiertamente.  Ximo
pensaba  en  alguna  escusa  intrascendente  para  entablar  conversación.  Inés  estaba  más
tranquila. Ella pronunció la primera frase: “no nos conocemos, pero presiento que nos hemos
perdido unos buenos momentos”

“Así es, quizás podamos ponernos al día ahora”, dijo Ximo
¿Por qué no? pensó para sí Inés y con una vez sensual, arrastrada y aterciopelada, le espetó:
“vente conmigo” y le tomó la mano.

Se  sentaron  en  una  cafetería  en  el  amplio  hall.  Pidieron  una  infusión  y  un  refresco.  Apenas
hablaron  mientras  se  miraban,  se  sonrojaban,  sonreían.  Una  tenue  corriente  de  aire
acondicionado refrigeraba el acaloramiento que ambos sentían.

Finalmente Ximo propuso cruzar la calle y acomodarse en la cafetería de un moderno hotel de
los que en las zonas comerciales e industriales en los alrededores de las ciudades medianas y
grandes urbes.

Casi al unísono sugirieron acceder a la intimidad de una habitación. Tenían claros sus deseos,
sus  ansias,  sus  expectativas  de  disfrutar  el  uno  del  otro.  En  ocasiones  –pensó  Ximo-  la
comunicación es increíblemente sencilla, sin apenas pronunciar palabras.

Haciendo un esfuerzo al pronunciar las palabras sin atropellarse, Ximo se acercó al mostrador
de  recepción  y  negoció  la  habitación,  la  joven  muchacha  miraba  a  los  dos  y  se  hacía  sus
pensamientos pero no dijo nada ni su semblante mostraba emoción alguna. Maldecía su suerte
y envidiaba a esos dos o se la traía floja con lo que hicieran, era una indiferencia de cara palo,
aburrida pero profesional.

Ximo tomó a Inés por el codo y la condujo suavemente al ascensor, en cuanto se cerraron las
puertas, sus rostros se acercaron y Ximo inspiró profundamente el delicioso olor de su cuello,
su  pelo,  y  su  mirada  se  posó  en  el  estrecho  canal  de  sus  senos  que  sugerían  unas  formas
generosas  y  firmes.  Inés  notó  cómo  raspaba  la  mejilla  de  ese  hombre  guapo  a  rabiar  y  se
emocionó,  no  supo  porqué,  pero  sus  ojos  se  humedecieron  mientras  hacía  una  mueca  de
sonrisa. Se compuso lo mejor que pudo y salieron al pasillo, su cadera bien ceñida por el brazo
de Ximo.

Con  impaciencia  abrieron  la  puerta  con  la  tarjeta  magnética,  a  la  segunda,  les  recibió  una
habitación  caliente,  en  penumbra.  Se  situaron  uno  frente  al  otro,  juntaron  sus  labios.  Se
exploraron el rostro, el cuello, las mejillas, Ximo empezó a desnudarla y al aspiró su aroma, su
cuerpo exhalaba un aroma dulzón. Inés desabotonó la camisa y una y otra vez pasaba la palma
de sus manos por el pecho y la espalda de ese hombre deseado, ansiado, frente a él.

Al destapar los pechos de Inés, Ximo los besó delicadamente, los sospesó en sus manos, paseó
sus labios por la aureola hasta que despertaron y se mostraron enhiestos y receptivos. Ahora  estaban  desnudos  de  cintura  arriba,  sujetaron  por  los  antebrazos  y  se  acercaron,  un
miembro hinchado pugnaba por salir de su encierro, así que ella con habilidad certera lo hizo
aflorar y al contemplarlo, se vió sorpendida por su estado de erección, parecía que no podía
estar más pletórico. Quiso agacharse y tenerlo frente a su boca, admirarlo, probarlo. Ximo la
apartó  suave  pero  firmemente  y  al  tiempo  que  exploraba  bajo  su  ropa  y  notaba  un  calor
húmedo  irradiando  alrededor  de  su  pubis,  se  arrojaron  sobre  la  cama  y  se  desnudaron  en
segundos. Ahora sólo les separaba su ropa interior. Ahora sí, despacio y con delicadeza, cada
uno se lo quitó al otro y mostrándose en su desnudez, se acariciaron y se besaron con ímpetu,
con ansia.

Al unísono, Inés se movió hacia aquel apetitoso miembro y lo besó, lo introdujo en su boca y
efectuó una serie de hábiles maniobras que hicieron estremecerse a Ximo, quien se acomodó
entre las piernas de ella, exploró con la lengua, movió un dedo alrededor, lo introdujo despacio,
notó cómo se tensaban sus muslos, seguía con su lengua y al meter el segundo dedo, los giró
hacia arriba buscando  su  punto  G, ese escurridizo pero placentero lugar ignoto para muchos
hombres. Ella lo guió suavemente mientras continuaba con la deliciosa felación.

Al sacar los dedos, húmedos y deliciosamente pringados de deseo, introdujo uno y enseguida
otro en el clavel fruncido de Inés. Ella lo dejó seguir. Hundió su rostro entre los labios mayores
y  menores,  su  lengua  entró  como  un  animal  explora  una  cavidad,  recorriendo  todos  los
recovecos. Después sacó los dedos y besó su ano, introdujo su lengua.

Se dieron un respiro, jadearon, se miraron y volvieron a besarse ahora de una manera salvaje,
casi mordiendo las mejillas. Inés gimió y con urgencia pidió que la penetrara, le imploró.

Tumbada sobre  su espalda, Inés le recibió y ahogó  un gemido, sintió cómo la inundaba una
sensación que le producía oleadas de placer. Mientras tanto, Ximo mordisqueaba sus talones y
se  movía  a  un  ritmo  alterno,  más  rápido,  más  lento,  salía,  entraba.  Inés  puso  los  ojos  en
blanco, gemía, se contoneaba y pidió “más rápido, más fuerte” ahora gritaba claramente en voz
alta y Ximo gruñía con cada empujón de sus caderas, sentía que iba a vaciarse de un momento
a  otro  y  prefirió  hacerlo  sobre  los  pechos  de  Inés.  Fue  una  corrida  abundante  y  ella  se  lo
restregó por su piel sudorosa. Respiraban con dificultad y se quedaron tendidos uno junto al
otro, se sonrieron, se miraron, se besaron. Rieron sin motivo y se cogieron de la mano. Ximo
contempló la desnudez de ese cuerpo y lo recorrió con sus dedos, el contorno de las caderas,
los  pechos,  los  muslos.  Inés  se  asió  del  musculoso  brazo  y  pensó  que  eso  sí  era  un  buen
enganche para poder “colgarse” de un hombre.

Florián
Agosto 2011


 

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