Se cruzaron las miradas y ambos las sostuvieron, primero frunciendo el ceño e inmediatamente,
esbozando una sonrisa. En el caso de ella, apenas visible, él abierta y amable, arrebatadora
pensó fugazmente ella.
Inés se retocó la melena, coqueta y se subió las gafas de sol distraídamente. En ese instante su
pecho se hizo más turgente y dos pequeños y firmes puntos se hicieron visibles a través de la
leve blusa. Ximo titubeó un instante, su seguridad en sí mismo estaba siendo derribada por ese
flanco tan débil suyo: la mirada de esa mujer le atravesó y llegó a trastabillar, casi a caerse de
bruces. Sus reflejos le permitieron asirse al respaldo de la silla y afianzar su posición como un
vigía en su atalaya. Respiró hondo, su espalda se ensanchó, y miró de nuevo hacia aquella
mujer que le atraía como un imán.
En un espacio-tiempo que adquirió la densidad de una crema de verduras y que en realidad
duró un brevísimo instante, se sintieron inmediatamente golpeados por una ola de calor tórrido,
sensación de deseo y atracción sexual de una tensión como para alimentar una fundición
siderúrgica. Echaron a andar el uno hacia el otro, despacio, sonriéndose abiertamente. Ximo
pensaba en alguna escusa intrascendente para entablar conversación. Inés estaba más
tranquila. Ella pronunció la primera frase: “no nos conocemos, pero presiento que nos hemos
perdido unos buenos momentos”
“Así es, quizás podamos ponernos al día ahora”, dijo Ximo
¿Por qué no? pensó para sí Inés y con una vez sensual, arrastrada y aterciopelada, le espetó:
“vente conmigo” y le tomó la mano.
Se sentaron en una cafetería en el amplio hall. Pidieron una infusión y un refresco. Apenas
hablaron mientras se miraban, se sonrojaban, sonreían. Una tenue corriente de aire
acondicionado refrigeraba el acaloramiento que ambos sentían.
Finalmente Ximo propuso cruzar la calle y acomodarse en la cafetería de un moderno hotel de
los que en las zonas comerciales e industriales en los alrededores de las ciudades medianas y
grandes urbes.
Casi al unísono sugirieron acceder a la intimidad de una habitación. Tenían claros sus deseos,
sus ansias, sus expectativas de disfrutar el uno del otro. En ocasiones –pensó Ximo- la
comunicación es increíblemente sencilla, sin apenas pronunciar palabras.
Haciendo un esfuerzo al pronunciar las palabras sin atropellarse, Ximo se acercó al mostrador
de recepción y negoció la habitación, la joven muchacha miraba a los dos y se hacía sus
pensamientos pero no dijo nada ni su semblante mostraba emoción alguna. Maldecía su suerte
y envidiaba a esos dos o se la traía floja con lo que hicieran, era una indiferencia de cara palo,
aburrida pero profesional.
Ximo tomó a Inés por el codo y la condujo suavemente al ascensor, en cuanto se cerraron las
puertas, sus rostros se acercaron y Ximo inspiró profundamente el delicioso olor de su cuello,
su pelo, y su mirada se posó en el estrecho canal de sus senos que sugerían unas formas
generosas y firmes. Inés notó cómo raspaba la mejilla de ese hombre guapo a rabiar y se
emocionó, no supo porqué, pero sus ojos se humedecieron mientras hacía una mueca de
sonrisa. Se compuso lo mejor que pudo y salieron al pasillo, su cadera bien ceñida por el brazo
de Ximo.
Con impaciencia abrieron la puerta con la tarjeta magnética, a la segunda, les recibió una
habitación caliente, en penumbra. Se situaron uno frente al otro, juntaron sus labios. Se
exploraron el rostro, el cuello, las mejillas, Ximo empezó a desnudarla y al aspiró su aroma, su
cuerpo exhalaba un aroma dulzón. Inés desabotonó la camisa y una y otra vez pasaba la palma
de sus manos por el pecho y la espalda de ese hombre deseado, ansiado, frente a él.
Al destapar los pechos de Inés, Ximo los besó delicadamente, los sospesó en sus manos, paseó
sus labios por la aureola hasta que despertaron y se mostraron enhiestos y receptivos. Ahora estaban desnudos de cintura arriba, sujetaron por los antebrazos y se acercaron, un
miembro hinchado pugnaba por salir de su encierro, así que ella con habilidad certera lo hizo
aflorar y al contemplarlo, se vió sorpendida por su estado de erección, parecía que no podía
estar más pletórico. Quiso agacharse y tenerlo frente a su boca, admirarlo, probarlo. Ximo la
apartó suave pero firmemente y al tiempo que exploraba bajo su ropa y notaba un calor
húmedo irradiando alrededor de su pubis, se arrojaron sobre la cama y se desnudaron en
segundos. Ahora sólo les separaba su ropa interior. Ahora sí, despacio y con delicadeza, cada
uno se lo quitó al otro y mostrándose en su desnudez, se acariciaron y se besaron con ímpetu,
con ansia.
Al unísono, Inés se movió hacia aquel apetitoso miembro y lo besó, lo introdujo en su boca y
efectuó una serie de hábiles maniobras que hicieron estremecerse a Ximo, quien se acomodó
entre las piernas de ella, exploró con la lengua, movió un dedo alrededor, lo introdujo despacio,
notó cómo se tensaban sus muslos, seguía con su lengua y al meter el segundo dedo, los giró
hacia arriba buscando su punto G, ese escurridizo pero placentero lugar ignoto para muchos
hombres. Ella lo guió suavemente mientras continuaba con la deliciosa felación.
Al sacar los dedos, húmedos y deliciosamente pringados de deseo, introdujo uno y enseguida
otro en el clavel fruncido de Inés. Ella lo dejó seguir. Hundió su rostro entre los labios mayores
y menores, su lengua entró como un animal explora una cavidad, recorriendo todos los
recovecos. Después sacó los dedos y besó su ano, introdujo su lengua.
Se dieron un respiro, jadearon, se miraron y volvieron a besarse ahora de una manera salvaje,
casi mordiendo las mejillas. Inés gimió y con urgencia pidió que la penetrara, le imploró.
Tumbada sobre su espalda, Inés le recibió y ahogó un gemido, sintió cómo la inundaba una
sensación que le producía oleadas de placer. Mientras tanto, Ximo mordisqueaba sus talones y
se movía a un ritmo alterno, más rápido, más lento, salía, entraba. Inés puso los ojos en
blanco, gemía, se contoneaba y pidió “más rápido, más fuerte” ahora gritaba claramente en voz
alta y Ximo gruñía con cada empujón de sus caderas, sentía que iba a vaciarse de un momento
a otro y prefirió hacerlo sobre los pechos de Inés. Fue una corrida abundante y ella se lo
restregó por su piel sudorosa. Respiraban con dificultad y se quedaron tendidos uno junto al
otro, se sonrieron, se miraron, se besaron. Rieron sin motivo y se cogieron de la mano. Ximo
contempló la desnudez de ese cuerpo y lo recorrió con sus dedos, el contorno de las caderas,
los pechos, los muslos. Inés se asió del musculoso brazo y pensó que eso sí era un buen
enganche para poder “colgarse” de un hombre.
Florián
Agosto 2011
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